LAS MENSAJERAS DE LOS DIOSES
Una quena maravillosa se escuchó en el firmamento y Solángel siguió de cerca la resplandeciente peregrinación. Cada año, en una fecha como ésta, los dioses desfilan por los caminos del cielo para escuchar las quejas de los hombres e impartirles sus bendiciones.
La hermosa música prosiguió acompañando la aparición de miles de libélulas procedentes del País de la Verdad. En forma de una nube color del oro, las mensajeras de los dioses presentaron su saludo a los inmortales y luego se desparramaron hacia los confines de la tierra.
De inmediato, en todos los lugares comenzaron a prenderse las hogueras rituales y al compás de los capadores se formaron los círculos que encerraban las ofrendas. Con su rítmico tam tam los tambores llenaron la selva y llamaron al baile que precedía la llegada de las libélulas sagradas.
Solángel, afanada, logró reunir unas cuantas ramas secas y con un pequeño fuego participó del diálogo con el cielo.
Luego de algún tiempo, una libélula llegó a su lado y Solángel le entregó sus deseos: que la dicha colmara a los suyos, que la tierra les brindara sus frutos, que el jaguar respetara a los cazadores, pero sobre todo, que los vientres de las mujeres arrojaran la maldición y volvieran a llenarse de vida.
La mensajera se posó en su mano y atenta comenzó a recoger los pensamientos de la pequeña, que le hablaban de su gente y de la búsqueda incesante del nuevo hogar, perseguidos por los Ajenos que desde la división del mundo se habían convertido en el azote de los manglares.
Según los cayetés, mensajeros de Quelima, allá, mucho más allá del Pantano del Silencio, se encontraba un país de muchas riquezas, donde la diosa había plantado la Semilla Original. Pero sólo un pueblo podía hacerse dueño de él. Y el de Solángel era el que había tenido la fortuna de estar más cerca de llegar a él.
Los Ajenos, que los seguían de cerca buscando la oportunidad de destruirlos, una y otra vez los habían atacado pero siempre los había derrotado el valor de sus adversarios, hasta la última batalla, librada al pie del Bosque de Chiminangos.
Los hijos de la oscuridad los habían sorprendido mientras dormían. Muchos murieron pero unos cuantos consiguieron escapar. Los Ajenos, envanecidos por su victoria, los dejaron ir creyendo que pronto morirían, pero lograron sobrevivir.
Lejos, donde los marjales guardan el agua de la vida, construyeron sus malokas, sembraron la tierra y recogieron sus cosechas.
Pero hasta allí la desgracia los acompañó. Los niños se hicieron hombres, los hombres se hicieron viejos, los viejos murieron y nadie vino a reemplazarlos. Cada mujer vio como su cuerpo se secaba, se llenaba de arrugas, se doblaba por el sufrimiento, en aquella inútil espera.
Sòlo Luzbella, la hermosa compañera de Zesmil, rompió la maldición al lograr que dentro de sí germinara la vida. Por esto, cuando nació Solángel, todas las esperanzas se despositaron en su pequeño ser. Era la última de la vieja especie y, tal vez, la primera de la nueva.
La libélula todavía dio varias vueltas en torno a la niña antes de marcharse al cielo a contar lo que había escuchado.
Solángel la vio perderse y al calor de las brasas se fue adormeciendo, mientras la soledad y el silencio se acurrucaban a su lado.
a veces
padre
usted se quedaba en las noches
mirando las estrellas
en ellas
me decía
los dioses escriben sus mensajes
y debemos interpretarlos
entonces
me tomaba de la mano
y mientras caminábamos
me enseñaba sus misterios