martes, junio 20, 2006

EL RINCÓN DE LA APARIENCIA ( 1 )

Al rato, Solángel escuchó los ronquidos de Toringa y alejándose un poco de él recordó los pensamientos que le había escuchado. Se sintió culpable por haber hecho que sus amigos la acompañaran. Y aunque la última etapa la debía hacer sola, la suerte de ellos la preocupaba.

- -¿En qué piensas?

- -En nada, Aristo, -respondió la niña mientras le acariciaba su plumaje.

- -¿Adónde se fue el Río de la Fertilidad?

- -No sé, Solángel. Quizás está explorando el camino.

Inquieta, la niña se dirigió a una saliente de la roca desde donde se podía divisar el profundo cañón que partía en dos la meseta. Como todo los rincones de Yagumani, éste tampoco tenía vegetación. Las rocas eran rojizas y tempestades de arena las arrojaban unas contra otras mientras el ulular del viento sembraba de espanto el lugar.

Solángel tomó el camino de regreso mientras pensaba en Toringa. Si lo hubiera dejado antes de penetrar en los dominios de la montaña del mal, quizás habría alcanzado la carroza de los vientos y surcaría los aires refrescando las riberas y ayudando a las libélulas a traer los mensajes del cielo.

Mientras tanto, el pequeño soplo de aire ya se había despertado y regañaba al tucán por haberla dejado ir sola.

- -¿Dónde se habrá metido? No tenías por qué abandonarla. ¡Qué tal que haya caído en manos de Micoria! Es el colmo, uno no puede dormirse un momento sin que todo se vuelva al revés.

Aristo lo escuchaba con una mal disimulada paciencia y ya estaba a punto de callarlo de un picotazo cuando llegó Solángel.

- -¡Eres el colmo! -le reclamó jadeante Toringa saliendo a su encuentro. -Abandonarnos así como si fuéramos un par de desconocidos. Claro, como Micoria no está. ¿Adónde ibas? Ya veo, siempre pensando en Yagumani. ¿Qué quieres con ella? ¿Acaso morir? Sin mi ayuda jamás llegarás arriba. ¡Habráse visto, una niña como tú, sola, en estos parajes siniestros!

Solángel, sin embargo, apenas le sonrió y Toringa, más furioso que nunca, quiso agarrarla del traje, pero sus manos no encontraron nada. ¡Lo que estaba viendo no existía!

El susto del enano fue mayúsculo y emprendió velos carrera en busca de Aristo, pero el tucán había desaparecido.

Aristo también había visto a la niña pero, a diferencia del enano, ella le había pedido que la siguiera y al entrar en una cueva, una avalancha de rocas había sellado la entrada.

El tucán buscó una salida pero todo fue inútil. Estaba encerrado en una jaula de piedra y nada podía hacer. Cada vz que escarbaba en las paredes, las rocas se multiplicaban y ya no le quedaba espacio para moverse.

Entretanto, Toringa se había detenido en su loca carrera y cuando pudo recobrar su aliento volvió la vista atrás. Entonces vio tendida a la niña, como si estuviera muerta.

Con desconfianza se acercó temiendo que se tratara de un espejismo y en voz baja preguntó:

- -¿Solángel, eres tú?

El cuerpo se movió con dificultad al escuchar el llamado y mientras se incorporaba se fue alargando hasta convertirse en un gigantesco yacaré que por poco lo atrapa en sus fauces.

Toringa, desesperado, corrió sin dirección, tropezando aquí, cayendo allá, perseguido por su propio miedo.

Pero la roca en que pretendiò ocultarse se desvaneció como por encanto, dejando al descubierto un inmenso hueco en la tierra. Esta vez Toringa no pudo hacer nada ya que su pequeño cuerpo resbaló al intentar alejarse y cayó al fondo.

Malherido, apenas si pudo levantarse cuando vio de nuevo a Solángel. Estaba vez caminaba con paso firme hacia él.

Sin tener fuerzas para escapar, el enano se arrastró hasta un rincón y con sus pequeñas manos intentó cubrir su cabeza.

Aristo no estaba en mejores condiciones. Atrapado bajo las piedras respiraba dificultosamente y también se había resignado a morir. El corazón comenzaba a detenerse. En medio de la agonía dedicó sus últimos pensamientos a sus hermanos, los guardians del corazón de la selva.

En ese momento, mientras sentía el abrazo de la muerte, acudió en su ayuda el Río de la Fertilidad. Rápidamente lo envolvió en su manto de agua y se lo llevó presuroso hasta una planicie cercana.

No lejos de allí, Toringa esperaba el instante final. No estaba preparado para ser la comida de algún monstruoso animal, pero no había nada que hacer. Su suerte estaba echada y ya no volvería a ver el inmenso cielo en donde moran sus padres.

Uno, dos, tres, cuatro, mecánicamente comenzó a contar los segundos que lo separaban de la muerte y no pudo reprimir un grito cuando algo rozó su hombro.

(Continuará)