domingo, noviembre 27, 2005

LA PARTIDA

Cuando la claridad se coló por entre las rendijas de la noche, Solángel ya se encontraba en la planicie cercana a la aldea. El momento habìa llegado y durante unos minutos sintió la presencia de Quelima, la madre de los dioses, impartiéndole su bendición.

Pronto aparecieron todas las cosas del mundo y la niña pudo contemplar los rincones que formaban su hogar: la maloka, donde los mayores hablan con el cielo; Mirandé, el árbol sagrado que recibe las ofrendas de la cosecha; y el Sendero de la Ausencia, que permite visitar la tierra donde reposan los Anteriores, cuyo regreso se espera cuando el alcaraván cante por última vez.

Cerró los ojos por un momento y a sus adentros llegó la imagen de Zesmil, su padre, el conductor de los sobrevivientes. Su vigorosa figura la sostuvo como aquel día, en la hoguera ritual, cuando la presentó a los demás, después de la larga espera.

Desde su nacimiento fue llevada por Zesmil a la Gruta de los Iniciados. Debía permanecer oculta hasta los siete años, lejos de toda influencia maligna. "No debe correr la suerte de los demás", advirtieron los Mayores que impotentes, año tras año vieron a los recién nacidos morir a los pocos días.

Pero ella era diferente. El paso de los meses y los años la hizo más fuerte. Su padre sonreía complacido. Por primera vez en muchos años, su pueblo veía como posible la terminación de sus desgracias.

Mientras tanto, Solángel aprendía del murmullo del riachuelo y el canto del paujil. Pronto supo distinguir cada sonido de la selva y la presencia de los que habitaban en ella. Aunque no entendía muchas cosas, celosamente guardó cada una dentro de sí.

Pero también cuando la cabecita se le llenaba de muchas preguntas, Zesmil le daba las respuestas. "El mundo es muy grande y tiene muchos peligros", le dijo un día cuando ella quiso que la llevara a conocerlo. "Primero tiene que prepararse".

Entonces la arropó entre sus brazos para protegerla de la lluvia.

lo recuerdo
padre
cuando me mecía con sus palabras
en las noches de invierno

recuerdo sus ojos
negros
pacientes
grandes como su esperanza

usted es única
me decía
mientras sus manos acariciaban mi cabello
y con suavidad
alejaban mi tristeza

cuando usted vino
Solángel
supimos que ellos
los dioses
aún nos recordaban

estas eran sus palabras
padre
que yo recogía en mi corazón
mientras pensaba en un día como el de hoy
en el que debía partir
en busca de mi destino

La figura del chamán se hizo más cálida y Solángel sintió que la nostalgia la invadía. Sus manos apretaron el pequeño cuarzo que le colgaba del cuello, regalo de los ancianos cuando le enseñaron los muchos misterios de la vida. Le dijeron que lo llevara siempre consigo.

Zesmil después le contó sobre su origen. "Fue lo único que nos quedó del Altar de las Ofrendas, cuando los Ajenos nos arrojaron de nuestra tierra. Lo hemos guardado para usted".

Solángel apretó el amuleto contra su pecho y se alejó del poblado por el sendero que conduce a las grandes montañas. A lo lejos las vio inmensas, recortando el cielo con su presencia, y recordó los nombres que les habían dado los antiguos: Zumay, la extensa; Kastiña, la altiva; y Yagumani, la Impenetrable.

- -Iba sonriendo, dijo una mujer. Llevaba una mochila terciada y sus pies no parecían tocar el suelo.

- -Sus ojos eran transparentes, contó otro. Cuando la llamé para preguntarle si había llegado el momento, me miró muy adentro, como si conociera todos los secretos y sólo me dejó su sonrisa.

- -La quise acompañar por lo menos hasta la Fuente Dorada, habló el cazador que la halló en el camino, pero desatendió mis ruegos.

El misionero, llegado en el invierno pasado, le faltó valor para seguirla, como aquella tarde cuando le dijo que Shamux, el dios cóndor, no existía. Ella se limitó a sonreir mientras fijaba su mirada en el cielo. "Algún día vendrá a visitarnos", fue su única respuesta.

Pronto el follaje borró la pequeña silueta y aunque la tristeza cubrió el caserío, en el corazón de cada uno de estos seres cansados renació la esperanza.