EL JARDÍN DE LAS ESENCIAS
Luego de abandonar el remanso de los humedales, el grupo se dirigió hacia el oriente en busca del Jardín de las Esencias. Allí debía llegar Solángel para cumplir con el ritual de la purificación, antes de su encuentro con Quelima.
Años atrás, cuando su pueblo se preparaba para atravesar la frontera de los cañaverales, el Anciano Mayor recordó las enseñanzas de los dioses.
Mandó que los guerreros consiguieran albahaca y hierbabuena y en una barca, en mitad del río, elevó sus aromas al cielo, mientras su cuerpo se impregnaba de ellas.
Mucho tiempo antes, cuando los primeros hombres se preparaban para iniciar la gran aventura de la vida, Quelima los purificó en el Río de la Fertilidad.
En aquel día luminoso, el Señor de los Cristales depositó en sus aguas el verde de la esmeralda y el azul del cielo, el púrpura del atardecer y el amarillo del cantú.
Llevados por Capasurí, el elemental de los bosques, los hombres se congregaron en las orillas en espera de que el Padre Sol llegara a la mitad del cielo.
Llegado el momento, el Escogido se sumergió en las aguas sagradas llevado en brazos por Tonina, el delfín, mientras la madre de los dioses esparcía sobre su cuerpo la esencia de la vida.
En recuerdo de ello, el pueblo de Zesmil se purificaba simbólicamente antes de emprender cada nuevo camino que los acercara al Valle de la Buena Ventura, destinado a los mejores desde el principio de los tiempos.
Solángel lo sabía y por eso se dirigió al Jardín de las Esencias, donde podía encontrar el aroma de la alhucema y la almáciga, el dulce olor del ámbar y el gálbano, la fragancia del timiama y el espliego.
Sólo faltaba la fuente de agua donde pudiera preparar su cuerpo y darlo en ofrenda a los dioses. Pero no necesitaron buscarla.
Apenas Toringa y Aristo tenían todo preparado, apareció el maravilloso Río de la Fertilidad. Como la primera vez, envolvió a Solángel en sus aguas y la elevó por entre las copas de los árboles, ofrendándola a los dioses.
Había decidido regresar. La niña era también para él, como para las demás criaturas de la selva, la única esperanza de vencer el mal. A su lado ya no le asustaban los recovecos de la montaña del mal. Estaban unidos y seguirían así hasta el fin.
Los inmortales contemplaron satisfechos la sinigual alianza mientras Solángel y sus amigos entonaban su plegaria. El aroma del ritual llegó al cielo y la pequeña recibió la bendición esperada.
Años atrás, cuando su pueblo se preparaba para atravesar la frontera de los cañaverales, el Anciano Mayor recordó las enseñanzas de los dioses.
Mandó que los guerreros consiguieran albahaca y hierbabuena y en una barca, en mitad del río, elevó sus aromas al cielo, mientras su cuerpo se impregnaba de ellas.
Mucho tiempo antes, cuando los primeros hombres se preparaban para iniciar la gran aventura de la vida, Quelima los purificó en el Río de la Fertilidad.
En aquel día luminoso, el Señor de los Cristales depositó en sus aguas el verde de la esmeralda y el azul del cielo, el púrpura del atardecer y el amarillo del cantú.
Llevados por Capasurí, el elemental de los bosques, los hombres se congregaron en las orillas en espera de que el Padre Sol llegara a la mitad del cielo.
Llegado el momento, el Escogido se sumergió en las aguas sagradas llevado en brazos por Tonina, el delfín, mientras la madre de los dioses esparcía sobre su cuerpo la esencia de la vida.
En recuerdo de ello, el pueblo de Zesmil se purificaba simbólicamente antes de emprender cada nuevo camino que los acercara al Valle de la Buena Ventura, destinado a los mejores desde el principio de los tiempos.
Solángel lo sabía y por eso se dirigió al Jardín de las Esencias, donde podía encontrar el aroma de la alhucema y la almáciga, el dulce olor del ámbar y el gálbano, la fragancia del timiama y el espliego.
Sólo faltaba la fuente de agua donde pudiera preparar su cuerpo y darlo en ofrenda a los dioses. Pero no necesitaron buscarla.
Apenas Toringa y Aristo tenían todo preparado, apareció el maravilloso Río de la Fertilidad. Como la primera vez, envolvió a Solángel en sus aguas y la elevó por entre las copas de los árboles, ofrendándola a los dioses.
Había decidido regresar. La niña era también para él, como para las demás criaturas de la selva, la única esperanza de vencer el mal. A su lado ya no le asustaban los recovecos de la montaña del mal. Estaban unidos y seguirían así hasta el fin.
Los inmortales contemplaron satisfechos la sinigual alianza mientras Solángel y sus amigos entonaban su plegaria. El aroma del ritual llegó al cielo y la pequeña recibió la bendición esperada.