El laberinto de las sombras
La penosa ascensión a la cumbre continuó sin sobresaltos, aunque a cada rato debían descansar pues Solángel amenazaba con asfixiarse.
El camino se internó por una honodonada circundada por paredes de granito. Unas veces bajando, otras subiendo, nuestos amigos continuaron por él hasta un sitio en el que se bifurcaba.
Solángel decidió que tomaran por el de la derecha. No obstante, al poco tiempo el sendero se dividió de nuevo.
-¿Cuál cogemos? -preguntó Toringa,
- Sigamos por el de la izquierda, -contestó con preocupación la niña.
Pero como en la vez anterior, dos nuevos caminos encontraron al rato y así cada vez que intentaban proseguir.
-Regresemos, -suplicó Toringa.
-Si, tienes razón -aceptó Solángel. -Si continuamos no vamos a llegar a ninguna parte.
Con rapidez volvieron sobre sus pasos, para de nuevo encontrarse con otra bifuurcación y luego con una más, y así, durante varias horas, vagaron de aquí para llá por aquel confuso paraje de Yagumani.
Cansados y desorientados, los amigos se detuvieron a la vera del camino, temblando de miedo y de frío. ¡Estaban perdidos!
La noche trajo consigo el silencio y Solángel de nuevo percibió la presencia del mal.
Pronto, algo indefinible se acercó a ella. Solángel vio sus formas grotescas y despertó a los demás.
-¿Qué pasa? -preguntó Toringa que aún no acababa de despertarse.
-Vienen las sombras. Su abrazo nos puede convertir en seres de la noche. No nos separemos.
La niña abrazó a Toringa, mientras el Río de la Fertilidad, que velaba en las cercanías, trató de acercarse. Pero era tarde. La muralla que las sombras iban construyendo alrededor de Solángel era cada vez más espesa y se lo impidió.
De repente, con la fuerz mil manos, las Sombras se volvieron contra el Río y lo arrojaron violentamente hacia el abismo de fuego.
El Río se asió a las rocas y evitó su caída. Con rapidez se transformó en un remolino y atacó sus enemigas. Muchas de ellas fueron absorbidas por el torrente y luego arrojadas lejos de Solángel.
La niña aprovechó la distracción para escapar con Toringa. Habían visto atrás una caverna y partieron hacia ella, taponando como pudieron la entrada.
El Río de la Fertilidad seguía luchando sin descanso pero sus enemigas eran demasiadas y las fuerzas se le iban agotando. Las Sombras lo comprendieron y lo atacaron con mayor ferocidad.
En un momento fue arrinconado contra el abismo y en un furioso embate fue arrojado a las entrañas de Yagumani.
Cuando se vio perdido y haciendo un último esfuerzo, el Río arrastró con él a sus atacantes, incapaces de soltarse de su férreo abrazo.
Un sordo lamento recorrió el sendero, subió por los barrancos, rebotó en las cumbres y solitario, vencido, desperdigado, rodó a las profundidades de Yagumani.
Atrapadas, las Sombras pugnaban por zafarse, pero todo era inútil. El inmenso hueco, del que nunca podrían escapar estaba cada vez más cerca.
Yagumani envió en su ayuda a los vientos que resguardaban sus hondonadas. Todo fue inútil. Pese a que lo estrellaron contra las rocas y convirtieron parte de su cuerpo en jirones, el Río cayó sin soltar a sus mortales enemigas, despareciendo con ellas para siempre de la faz de la tierra.
El camino se internó por una honodonada circundada por paredes de granito. Unas veces bajando, otras subiendo, nuestos amigos continuaron por él hasta un sitio en el que se bifurcaba.
Solángel decidió que tomaran por el de la derecha. No obstante, al poco tiempo el sendero se dividió de nuevo.
-¿Cuál cogemos? -preguntó Toringa,
- Sigamos por el de la izquierda, -contestó con preocupación la niña.
Pero como en la vez anterior, dos nuevos caminos encontraron al rato y así cada vez que intentaban proseguir.
-Regresemos, -suplicó Toringa.
-Si, tienes razón -aceptó Solángel. -Si continuamos no vamos a llegar a ninguna parte.
Con rapidez volvieron sobre sus pasos, para de nuevo encontrarse con otra bifuurcación y luego con una más, y así, durante varias horas, vagaron de aquí para llá por aquel confuso paraje de Yagumani.
Cansados y desorientados, los amigos se detuvieron a la vera del camino, temblando de miedo y de frío. ¡Estaban perdidos!
La noche trajo consigo el silencio y Solángel de nuevo percibió la presencia del mal.
Pronto, algo indefinible se acercó a ella. Solángel vio sus formas grotescas y despertó a los demás.
-¿Qué pasa? -preguntó Toringa que aún no acababa de despertarse.
-Vienen las sombras. Su abrazo nos puede convertir en seres de la noche. No nos separemos.
La niña abrazó a Toringa, mientras el Río de la Fertilidad, que velaba en las cercanías, trató de acercarse. Pero era tarde. La muralla que las sombras iban construyendo alrededor de Solángel era cada vez más espesa y se lo impidió.
De repente, con la fuerz mil manos, las Sombras se volvieron contra el Río y lo arrojaron violentamente hacia el abismo de fuego.
El Río se asió a las rocas y evitó su caída. Con rapidez se transformó en un remolino y atacó sus enemigas. Muchas de ellas fueron absorbidas por el torrente y luego arrojadas lejos de Solángel.
La niña aprovechó la distracción para escapar con Toringa. Habían visto atrás una caverna y partieron hacia ella, taponando como pudieron la entrada.
El Río de la Fertilidad seguía luchando sin descanso pero sus enemigas eran demasiadas y las fuerzas se le iban agotando. Las Sombras lo comprendieron y lo atacaron con mayor ferocidad.
En un momento fue arrinconado contra el abismo y en un furioso embate fue arrojado a las entrañas de Yagumani.
Cuando se vio perdido y haciendo un último esfuerzo, el Río arrastró con él a sus atacantes, incapaces de soltarse de su férreo abrazo.
Un sordo lamento recorrió el sendero, subió por los barrancos, rebotó en las cumbres y solitario, vencido, desperdigado, rodó a las profundidades de Yagumani.
Atrapadas, las Sombras pugnaban por zafarse, pero todo era inútil. El inmenso hueco, del que nunca podrían escapar estaba cada vez más cerca.
Yagumani envió en su ayuda a los vientos que resguardaban sus hondonadas. Todo fue inútil. Pese a que lo estrellaron contra las rocas y convirtieron parte de su cuerpo en jirones, el Río cayó sin soltar a sus mortales enemigas, despareciendo con ellas para siempre de la faz de la tierra.