EL RINCÓN DE LA APARIENCIA ( 2 )
- Toringa, Toringa, soy yo, ¿qué te pasa?
-Tú no eres tú -balbuceó el enano al reconocer la voz de Solángel.
-¿Cómo que no soy yo? -le contestó riendo la niña.
-Tú si eres tú, pero no eres Solángel. Ya deja de atormentarme -suplicó el enano mientras esperaba el golpe de gracia -Mátame de una vez.
-Tranquilízate, de verdad soy yo.
- ¿Solángel?
- Sí, Toringa, tu amiga Solángel.
El soplo abrió los ojos y con sorpresa comprobó que el hueco había desaparecido y que en su lugar se encontraba el rostro divertido de Solángel.
-Espera, no te muevas. Déjame tocarte primero, -dijo mientras estiraba sus brazos. ¿No eres una ilusión?
- ¿Por qué había de serlo?
- ¡Eres tú. Sí, eres tú, Solángel! -chilló el enano con alborozo al tiempo que la pellizcaba por todas partes.
- Toringa, por favor, vas a terminar conmigo -le advirtió riendo el la niña meintras trataba de librarse de las cosquillas que le producia su amigo.
- Si supieras todo lo que me ha pasado -le dijo Toringa con ansiedad, y soltando las palabras atropelladamente le contó sus desventuras.
Como todos los seres vivientes tienen temores y sueños, Yagumani decidió deshacerse de sus incómodos visitantes utilizando un arma formidable: sus propios sentimientos. Y si para Toringa fue el miedo, para Solángel escogió el amor y para Toringa, el cautiverio. Por esto le mostró a la niña la imagen de Luzbella sentada en un risco, con la mirada en el infinito, y con malévola satisfacción había presenciado el diálogo.
- "¿Qué haces aquí, madre? -preguntó Solángel con ternura.
- Estoy muy triste.
- ¿Por qué?
- Quisiera regresar al lado de tu padre, pero no puedo hacerlo sola, me perdería.
- Yo te podría acompañar, madre.
-¿De verdad lo harías? -replicó Lusbella con alegría.
- Si, madre, lo haría -exclamó con lágrimas la niña.
-Ven, entonces -contestó Luzbella."
Yagumani hizo que la aparición caminara con paso raudo hacia el abismo que tenía al frente. Solángel intentó agarrar la mano que le tendía, pero sólo cuando el vacío se insinuó bajo sus pies, se detuvo con horror. "No es cierto, no es cierto", había gritado con dolor, y a rastras se había alejado de la trampa tendida por su enemiga.
La inesperada maniobra de Solángel había desconcertado a Yagumani y gracias ella la niña pudo ver con claridad las formas del mal que se escondían dentro de la imagen querida. Al instante comprendió el peligro en el que podían hallarse sus amigos y con rapidez se dio a la tarea de localizarlos con su fino oído. No percibió sino los gemidos de Toringa que venían de aquella estribación. Fue entonces cuando se le acercó y con la realidad de su presencia interrumpió el tormento que amenazaba con quitarle la vida.
Rato después apareció Aristo en compañía del Río de la Fertilidad. Su brillante plumaje y su pico estaban deshechos, pero aún vivía. En su afán por escapar de la jaula imaginaria, una y otra vez se golpeó contra las rocas que encontraba en el camino. De no haber intervenido su amigo, él mismo se habría causado la muerte.
Solángel vio con tristeza que la vida de su amigo se le escapaba. La brillante luminosidad que lo acompañaba cada vez estaba más opaca. Había que hacer algo. El Río de la Fertilidad entendió su angustia y se ofreció a llevarlo al corazón de la selva, pero antes de intentarlo, Aristo murió en sus brazos.
Luego de encender la hoguera ritual y encargar el cuerpo de Aristo a los inmortales, continuaron el ascenso, con la tristeza apoderada de sus corazones.
-Tú no eres tú -balbuceó el enano al reconocer la voz de Solángel.
-¿Cómo que no soy yo? -le contestó riendo la niña.
-Tú si eres tú, pero no eres Solángel. Ya deja de atormentarme -suplicó el enano mientras esperaba el golpe de gracia -Mátame de una vez.
-Tranquilízate, de verdad soy yo.
- ¿Solángel?
- Sí, Toringa, tu amiga Solángel.
El soplo abrió los ojos y con sorpresa comprobó que el hueco había desaparecido y que en su lugar se encontraba el rostro divertido de Solángel.
-Espera, no te muevas. Déjame tocarte primero, -dijo mientras estiraba sus brazos. ¿No eres una ilusión?
- ¿Por qué había de serlo?
- ¡Eres tú. Sí, eres tú, Solángel! -chilló el enano con alborozo al tiempo que la pellizcaba por todas partes.
- Toringa, por favor, vas a terminar conmigo -le advirtió riendo el la niña meintras trataba de librarse de las cosquillas que le producia su amigo.
- Si supieras todo lo que me ha pasado -le dijo Toringa con ansiedad, y soltando las palabras atropelladamente le contó sus desventuras.
Como todos los seres vivientes tienen temores y sueños, Yagumani decidió deshacerse de sus incómodos visitantes utilizando un arma formidable: sus propios sentimientos. Y si para Toringa fue el miedo, para Solángel escogió el amor y para Toringa, el cautiverio. Por esto le mostró a la niña la imagen de Luzbella sentada en un risco, con la mirada en el infinito, y con malévola satisfacción había presenciado el diálogo.
- "¿Qué haces aquí, madre? -preguntó Solángel con ternura.
- Estoy muy triste.
- ¿Por qué?
- Quisiera regresar al lado de tu padre, pero no puedo hacerlo sola, me perdería.
- Yo te podría acompañar, madre.
-¿De verdad lo harías? -replicó Lusbella con alegría.
- Si, madre, lo haría -exclamó con lágrimas la niña.
-Ven, entonces -contestó Luzbella."
Yagumani hizo que la aparición caminara con paso raudo hacia el abismo que tenía al frente. Solángel intentó agarrar la mano que le tendía, pero sólo cuando el vacío se insinuó bajo sus pies, se detuvo con horror. "No es cierto, no es cierto", había gritado con dolor, y a rastras se había alejado de la trampa tendida por su enemiga.
La inesperada maniobra de Solángel había desconcertado a Yagumani y gracias ella la niña pudo ver con claridad las formas del mal que se escondían dentro de la imagen querida. Al instante comprendió el peligro en el que podían hallarse sus amigos y con rapidez se dio a la tarea de localizarlos con su fino oído. No percibió sino los gemidos de Toringa que venían de aquella estribación. Fue entonces cuando se le acercó y con la realidad de su presencia interrumpió el tormento que amenazaba con quitarle la vida.
Rato después apareció Aristo en compañía del Río de la Fertilidad. Su brillante plumaje y su pico estaban deshechos, pero aún vivía. En su afán por escapar de la jaula imaginaria, una y otra vez se golpeó contra las rocas que encontraba en el camino. De no haber intervenido su amigo, él mismo se habría causado la muerte.
Solángel vio con tristeza que la vida de su amigo se le escapaba. La brillante luminosidad que lo acompañaba cada vez estaba más opaca. Había que hacer algo. El Río de la Fertilidad entendió su angustia y se ofreció a llevarlo al corazón de la selva, pero antes de intentarlo, Aristo murió en sus brazos.
Luego de encender la hoguera ritual y encargar el cuerpo de Aristo a los inmortales, continuaron el ascenso, con la tristeza apoderada de sus corazones.