miércoles, mayo 17, 2006

UN ALTO EN EL CAMINO

La niña alzó el rostro, que aún conservaba las huellas del sufrimiento, y con cuidado el Río de la Fertilidad los soltó a todos. Tan sólo Aristo y Solángel se incorporaron; el soplo se había quedado profundamente dormido.

-Vamos, despierta -le susurró al oído, Solángel.

Un gruñido de protesta respondió a su llamado y con la carga de su pereza el enano regresó a la realidad.

-¿Dónde estamos?

-Todavía en la tierra de Micoria -respondió Aristo.

-¿Todavía? ¿Y qué esperamos? ¡Apresúrate! Hay que salir de aquí. En cualquier momento puede aparecer.

-¡Cálmate, Toringa, ya todo pasó.

El enano entró en razón pero cambió de actitud.

-Ya lo ven, no había de qué preocuparse -dijo con acento fanfarrón. Si permanecen a mi lado nadie les hará daño. Así que, de ahora en adelante, pueden estar tranquilos, seré su protector y nadie podrá vencernos.

-Lo sé Toringa, replicó con ternura la niña. -Ven, sigamos adelante.


A la gran micoria
logramos engañar
y juntos seguiremos
luchando contra el mal
El pequeño soplo estaba contento y durante largo rato canturreó la copla de la victoria.
Nada le preocupaba por el momento y quizás podría convencer a sus amigos de irse a otro sitio.
Por ejemplo, si volvían sobre sus pasos y se dirigían al sur, encontrarían el país de los Araticúes.
Tiempo atrás había oído a un alcaraván que allí la primavera nunca terminaba y que sus habitantes vivían en la abundancia.
"Si viviésemos allí -imaginó con satisfacción- no tendría que volver al cielo porque tendría muchos amigos y ¿quién sabe? hasta Solángel podría recobrar la vista y sería tan feliz como yo."
"Estoy seguro, sonrió con picardía, que entre tanta dicha esta testaruda niña terminaría por olvidar a la Impenetrable. Quizá el sueño podría cumplirse si..."
-Descansemos un rato -exclamó de repente la niña, interrumpiendo sus pensamientos.
-Sí, claro, -contestó con un balbuceo el enano. Aquí hay una roca que nos dará algo de sombra mientras tanto.
Avergonzado, Toringa se sentó al lado de Solángel y, contra su costumbre, se quedó en silencio.
El soplo ignoraba que toda la selva agonizaba, que cada ser viviente estaba condenado a morir pronto, que los árboles habían dejado de dar frutos, que los ríos se habían secado, que las sementeras se encontraban vacías.
Nada era como antes.