miércoles, enero 03, 2007

Los guardianes

Al poco tiempo el Padre Sol iluminó todas las cosas y se pudieron ver los estragos causados en la desigual batalla que le costara la vida al Río de la Fertilidad.

Las paredes de granito estaban destruidas, como si una inmensa mano las hubiera apartado con furia, y a lado y lado del laberinto, cada piedra había sido aplastada, dejando el camino libre hacia la cumbre.

Nada quedaba en pie. Aturdidos, Solángel y Toringa habían salido de la cueva y buscaban con insistencia al Río. Sus esfuerzos los interrumpieron cuando la niña fijó sus ojos en el fondo del abismo. Y vio lo que los demás no podían ver.

Abajo, en lo profundo del abismo, un inmenso remolino sin fin se había tragado a su amigo. La oscuridad era completa y tan sólo se escuchaba el eco que, atrapado, no podía escapar, convirtiendo en lamento la muerte de Las Sombras.

-Vámonos, él ya no volverá con nosotros.

Mientras ascendían hacia la cumbre, Solángel le contó a Toringa lo que había visto. La tristeza se apoderó de ellos mientras un frío extraño se incrustaba en sus cuerpos.

Solángel sabía que quien había venido a buscar estaba cerca, un poco más arriba, en esa cumbre enigmática que siempre había estado oculta a la vista de los hombres y a la que ella se dirigía con paso inseguro.

Prosiguieron el ascenso y varias horas después el silencio absoluto reemplazó los rumores que traía el viento, mientras una bruma blanca envolvía todas las cosas y, con lentitud, las borraba como si jamás hubieran existido.

Pero, al mismo tiempo, se iba formando un paraje visible tan solo a los ojos de la niña y que no le era del todo desconocido. Desde que cumplió los siete años y fue iniciada por su padre en los misterios de la naturaleza, aquel lugar había estado presente en sus sueños. La llanura sin fin, el silencio, la soledad, la ausencia de colores, eran sus características.

Sin embargo, siempre que deseó ir más allá, dos inmensas estatuas de piedra se le atravesaban en el camino. Las recordaba una al lado de la otra, imponentes y tan altas que casi alcanzaban a tocar el cielo.

"Son los Guardianes", le había dicho el Venerable", A una cualquiera de sus mil caras. deberás responder el acertijo que te proponga. La leyenda dice que un escogido acertará y, al trasponer la Frontera prohibida, conquistará el Reino del Tiempo.

También escuchó de sus labios que la solución se encontraba en lo simple y que de no hacerlo quedaría convertida en piedra y el mundo debería esperar hasta que otro iniciado lo intentara de nuevo.

Cuando la bruma se marchó, Toringa había desaparecido y en su lugar estaba frente a los dos colosos, soportando la severidad que se desprendía de sus muchas miradas.

Por fin, una de las caras habló:

Para responder con acierto
debes indagar en tu mente
¿qué es dos veces lo mismo
pero dos veces diferente?

Desconcertada, Solángel intentó varias respuestas en vano, mientras su cuerpo, incapaz de resistir el fuego de los mil rostros, se endurecía poco a poco, adquiriendo la consistencia de la piedra.

Pensó en todo lo que conocía, exploró la selva entera, recordó las enseñanzas de su padre hasta que los dos gigantes repitieron el acertijo a través de sus muchas caras, haciendo retumbar las paredes del firmamento.

De repente, la niña evocó la figura de Zesmil reflejándose en el río y con alegría exclamó.

-El ser y su imagen. Sí, el ser y su imagen -repitió al tiempo que una sonrisa iluminó su cara.

La sorpresiva respuesta conmovióa los Guardianes y algo en su interior anunció sus desmoronamiento.

Como si apenas fueran figuras de arcilla, no tardaron en resquebrajarse y con un sordo estrépito se precipitaron a tierra, mientras una enorme grieta se abría para arrojarlos a las entrañas de Yagumani.

El desorden fue total.

Como un gigantesco río de arena la tierra se escapó formando mils de indulaciones que vibraban al compás del ruido que se registraba en sus adentros. La niña, atrapada, fue juguete del vaivén de estas extrañas olas hasta perder el sentido.

Toringa, en ese momento corrió a su lado y vio que a la niña se le estaba escapando la vida. Incapaz de respirar, la niña comenzó a convulsionar. El enano la abrazó y como un aire salvador, se diluyó dentro de ella, regresándola de la muerte.

domingo, agosto 13, 2006

El laberinto de las sombras

La penosa ascensión a la cumbre continuó sin sobresaltos, aunque a cada rato debían descansar pues Solángel amenazaba con asfixiarse.

El camino se internó por una honodonada circundada por paredes de granito. Unas veces bajando, otras subiendo, nuestos amigos continuaron por él hasta un sitio en el que se bifurcaba.

Solángel decidió que tomaran por el de la derecha. No obstante, al poco tiempo el sendero se dividió de nuevo.

-¿Cuál cogemos? -preguntó Toringa,

- Sigamos por el de la izquierda, -contestó con preocupación la niña.

Pero como en la vez anterior, dos nuevos caminos encontraron al rato y así cada vez que intentaban proseguir.

-Regresemos, -suplicó Toringa.

-Si, tienes razón -aceptó Solángel. -Si continuamos no vamos a llegar a ninguna parte.

Con rapidez volvieron sobre sus pasos, para de nuevo encontrarse con otra bifuurcación y luego con una más, y así, durante varias horas, vagaron de aquí para llá por aquel confuso paraje de Yagumani.

Cansados y desorientados, los amigos se detuvieron a la vera del camino, temblando de miedo y de frío. ¡Estaban perdidos!

La noche trajo consigo el silencio y Solángel de nuevo percibió la presencia del mal.

Pronto, algo indefinible se acercó a ella. Solángel vio sus formas grotescas y despertó a los demás.

-¿Qué pasa? -preguntó Toringa que aún no acababa de despertarse.

-Vienen las sombras. Su abrazo nos puede convertir en seres de la noche. No nos separemos.

La niña abrazó a Toringa, mientras el Río de la Fertilidad, que velaba en las cercanías, trató de acercarse. Pero era tarde. La muralla que las sombras iban construyendo alrededor de Solángel era cada vez más espesa y se lo impidió.

De repente, con la fuerz mil manos, las Sombras se volvieron contra el Río y lo arrojaron violentamente hacia el abismo de fuego.

El Río se asió a las rocas y evitó su caída. Con rapidez se transformó en un remolino y atacó sus enemigas. Muchas de ellas fueron absorbidas por el torrente y luego arrojadas lejos de Solángel.

La niña aprovechó la distracción para escapar con Toringa. Habían visto atrás una caverna y partieron hacia ella, taponando como pudieron la entrada.

El Río de la Fertilidad seguía luchando sin descanso pero sus enemigas eran demasiadas y las fuerzas se le iban agotando. Las Sombras lo comprendieron y lo atacaron con mayor ferocidad.

En un momento fue arrinconado contra el abismo y en un furioso embate fue arrojado a las entrañas de Yagumani.

Cuando se vio perdido y haciendo un último esfuerzo, el Río arrastró con él a sus atacantes, incapaces de soltarse de su férreo abrazo.

Un sordo lamento recorrió el sendero, subió por los barrancos, rebotó en las cumbres y solitario, vencido, desperdigado, rodó a las profundidades de Yagumani.

Atrapadas, las Sombras pugnaban por zafarse, pero todo era inútil. El inmenso hueco, del que nunca podrían escapar estaba cada vez más cerca.

Yagumani envió en su ayuda a los vientos que resguardaban sus hondonadas. Todo fue inútil. Pese a que lo estrellaron contra las rocas y convirtieron parte de su cuerpo en jirones, el Río cayó sin soltar a sus mortales enemigas, despareciendo con ellas para siempre de la faz de la tierra.

lunes, julio 31, 2006

EL RINCÓN DE LA APARIENCIA ( 2 )

- Toringa, Toringa, soy yo, ¿qué te pasa?

-Tú no eres tú -balbuceó el enano al reconocer la voz de Solángel.

-¿Cómo que no soy yo? -le contestó riendo la niña.

-Tú si eres tú, pero no eres Solángel. Ya deja de atormentarme -suplicó el enano mientras esperaba el golpe de gracia -Mátame de una vez.

-Tranquilízate, de verdad soy yo.

- ¿Solángel?

- Sí, Toringa, tu amiga Solángel.

El soplo abrió los ojos y con sorpresa comprobó que el hueco había desaparecido y que en su lugar se encontraba el rostro divertido de Solángel.

-Espera, no te muevas. Déjame tocarte primero, -dijo mientras estiraba sus brazos. ¿No eres una ilusión?

- ¿Por qué había de serlo?

- ¡Eres tú. Sí, eres tú, Solángel! -chilló el enano con alborozo al tiempo que la pellizcaba por todas partes.

- Toringa, por favor, vas a terminar conmigo -le advirtió riendo el la niña meintras trataba de librarse de las cosquillas que le producia su amigo.

- Si supieras todo lo que me ha pasado -le dijo Toringa con ansiedad, y soltando las palabras atropelladamente le contó sus desventuras.

Como todos los seres vivientes tienen temores y sueños, Yagumani decidió deshacerse de sus incómodos visitantes utilizando un arma formidable: sus propios sentimientos. Y si para Toringa fue el miedo, para Solángel escogió el amor y para Toringa, el cautiverio. Por esto le mostró a la niña la imagen de Luzbella sentada en un risco, con la mirada en el infinito, y con malévola satisfacción había presenciado el diálogo.

- "¿Qué haces aquí, madre? -preguntó Solángel con ternura.

- Estoy muy triste.

- ¿Por qué?

- Quisiera regresar al lado de tu padre, pero no puedo hacerlo sola, me perdería.

- Yo te podría acompañar, madre.

-¿De verdad lo harías? -replicó Lusbella con alegría.

- Si, madre, lo haría -exclamó con lágrimas la niña.

-Ven, entonces -contestó Luzbella."

Yagumani hizo que la aparición caminara con paso raudo hacia el abismo que tenía al frente. Solángel intentó agarrar la mano que le tendía, pero sólo cuando el vacío se insinuó bajo sus pies, se detuvo con horror. "No es cierto, no es cierto", había gritado con dolor, y a rastras se había alejado de la trampa tendida por su enemiga.

La inesperada maniobra de Solángel había desconcertado a Yagumani y gracias ella la niña pudo ver con claridad las formas del mal que se escondían dentro de la imagen querida. Al instante comprendió el peligro en el que podían hallarse sus amigos y con rapidez se dio a la tarea de localizarlos con su fino oído. No percibió sino los gemidos de Toringa que venían de aquella estribación. Fue entonces cuando se le acercó y con la realidad de su presencia interrumpió el tormento que amenazaba con quitarle la vida.

Rato después apareció Aristo en compañía del Río de la Fertilidad. Su brillante plumaje y su pico estaban deshechos, pero aún vivía. En su afán por escapar de la jaula imaginaria, una y otra vez se golpeó contra las rocas que encontraba en el camino. De no haber intervenido su amigo, él mismo se habría causado la muerte.

Solángel vio con tristeza que la vida de su amigo se le escapaba. La brillante luminosidad que lo acompañaba cada vez estaba más opaca. Había que hacer algo. El Río de la Fertilidad entendió su angustia y se ofreció a llevarlo al corazón de la selva, pero antes de intentarlo, Aristo murió en sus brazos.

Luego de encender la hoguera ritual y encargar el cuerpo de Aristo a los inmortales, continuaron el ascenso, con la tristeza apoderada de sus corazones.

martes, junio 20, 2006

EL RINCÓN DE LA APARIENCIA ( 1 )

Al rato, Solángel escuchó los ronquidos de Toringa y alejándose un poco de él recordó los pensamientos que le había escuchado. Se sintió culpable por haber hecho que sus amigos la acompañaran. Y aunque la última etapa la debía hacer sola, la suerte de ellos la preocupaba.

- -¿En qué piensas?

- -En nada, Aristo, -respondió la niña mientras le acariciaba su plumaje.

- -¿Adónde se fue el Río de la Fertilidad?

- -No sé, Solángel. Quizás está explorando el camino.

Inquieta, la niña se dirigió a una saliente de la roca desde donde se podía divisar el profundo cañón que partía en dos la meseta. Como todo los rincones de Yagumani, éste tampoco tenía vegetación. Las rocas eran rojizas y tempestades de arena las arrojaban unas contra otras mientras el ulular del viento sembraba de espanto el lugar.

Solángel tomó el camino de regreso mientras pensaba en Toringa. Si lo hubiera dejado antes de penetrar en los dominios de la montaña del mal, quizás habría alcanzado la carroza de los vientos y surcaría los aires refrescando las riberas y ayudando a las libélulas a traer los mensajes del cielo.

Mientras tanto, el pequeño soplo de aire ya se había despertado y regañaba al tucán por haberla dejado ir sola.

- -¿Dónde se habrá metido? No tenías por qué abandonarla. ¡Qué tal que haya caído en manos de Micoria! Es el colmo, uno no puede dormirse un momento sin que todo se vuelva al revés.

Aristo lo escuchaba con una mal disimulada paciencia y ya estaba a punto de callarlo de un picotazo cuando llegó Solángel.

- -¡Eres el colmo! -le reclamó jadeante Toringa saliendo a su encuentro. -Abandonarnos así como si fuéramos un par de desconocidos. Claro, como Micoria no está. ¿Adónde ibas? Ya veo, siempre pensando en Yagumani. ¿Qué quieres con ella? ¿Acaso morir? Sin mi ayuda jamás llegarás arriba. ¡Habráse visto, una niña como tú, sola, en estos parajes siniestros!

Solángel, sin embargo, apenas le sonrió y Toringa, más furioso que nunca, quiso agarrarla del traje, pero sus manos no encontraron nada. ¡Lo que estaba viendo no existía!

El susto del enano fue mayúsculo y emprendió velos carrera en busca de Aristo, pero el tucán había desaparecido.

Aristo también había visto a la niña pero, a diferencia del enano, ella le había pedido que la siguiera y al entrar en una cueva, una avalancha de rocas había sellado la entrada.

El tucán buscó una salida pero todo fue inútil. Estaba encerrado en una jaula de piedra y nada podía hacer. Cada vz que escarbaba en las paredes, las rocas se multiplicaban y ya no le quedaba espacio para moverse.

Entretanto, Toringa se había detenido en su loca carrera y cuando pudo recobrar su aliento volvió la vista atrás. Entonces vio tendida a la niña, como si estuviera muerta.

Con desconfianza se acercó temiendo que se tratara de un espejismo y en voz baja preguntó:

- -¿Solángel, eres tú?

El cuerpo se movió con dificultad al escuchar el llamado y mientras se incorporaba se fue alargando hasta convertirse en un gigantesco yacaré que por poco lo atrapa en sus fauces.

Toringa, desesperado, corrió sin dirección, tropezando aquí, cayendo allá, perseguido por su propio miedo.

Pero la roca en que pretendiò ocultarse se desvaneció como por encanto, dejando al descubierto un inmenso hueco en la tierra. Esta vez Toringa no pudo hacer nada ya que su pequeño cuerpo resbaló al intentar alejarse y cayó al fondo.

Malherido, apenas si pudo levantarse cuando vio de nuevo a Solángel. Estaba vez caminaba con paso firme hacia él.

Sin tener fuerzas para escapar, el enano se arrastró hasta un rincón y con sus pequeñas manos intentó cubrir su cabeza.

Aristo no estaba en mejores condiciones. Atrapado bajo las piedras respiraba dificultosamente y también se había resignado a morir. El corazón comenzaba a detenerse. En medio de la agonía dedicó sus últimos pensamientos a sus hermanos, los guardians del corazón de la selva.

En ese momento, mientras sentía el abrazo de la muerte, acudió en su ayuda el Río de la Fertilidad. Rápidamente lo envolvió en su manto de agua y se lo llevó presuroso hasta una planicie cercana.

No lejos de allí, Toringa esperaba el instante final. No estaba preparado para ser la comida de algún monstruoso animal, pero no había nada que hacer. Su suerte estaba echada y ya no volvería a ver el inmenso cielo en donde moran sus padres.

Uno, dos, tres, cuatro, mecánicamente comenzó a contar los segundos que lo separaban de la muerte y no pudo reprimir un grito cuando algo rozó su hombro.

(Continuará)

miércoles, mayo 17, 2006

UN ALTO EN EL CAMINO

La niña alzó el rostro, que aún conservaba las huellas del sufrimiento, y con cuidado el Río de la Fertilidad los soltó a todos. Tan sólo Aristo y Solángel se incorporaron; el soplo se había quedado profundamente dormido.

-Vamos, despierta -le susurró al oído, Solángel.

Un gruñido de protesta respondió a su llamado y con la carga de su pereza el enano regresó a la realidad.

-¿Dónde estamos?

-Todavía en la tierra de Micoria -respondió Aristo.

-¿Todavía? ¿Y qué esperamos? ¡Apresúrate! Hay que salir de aquí. En cualquier momento puede aparecer.

-¡Cálmate, Toringa, ya todo pasó.

El enano entró en razón pero cambió de actitud.

-Ya lo ven, no había de qué preocuparse -dijo con acento fanfarrón. Si permanecen a mi lado nadie les hará daño. Así que, de ahora en adelante, pueden estar tranquilos, seré su protector y nadie podrá vencernos.

-Lo sé Toringa, replicó con ternura la niña. -Ven, sigamos adelante.


A la gran micoria
logramos engañar
y juntos seguiremos
luchando contra el mal
El pequeño soplo estaba contento y durante largo rato canturreó la copla de la victoria.
Nada le preocupaba por el momento y quizás podría convencer a sus amigos de irse a otro sitio.
Por ejemplo, si volvían sobre sus pasos y se dirigían al sur, encontrarían el país de los Araticúes.
Tiempo atrás había oído a un alcaraván que allí la primavera nunca terminaba y que sus habitantes vivían en la abundancia.
"Si viviésemos allí -imaginó con satisfacción- no tendría que volver al cielo porque tendría muchos amigos y ¿quién sabe? hasta Solángel podría recobrar la vista y sería tan feliz como yo."
"Estoy seguro, sonrió con picardía, que entre tanta dicha esta testaruda niña terminaría por olvidar a la Impenetrable. Quizá el sueño podría cumplirse si..."
-Descansemos un rato -exclamó de repente la niña, interrumpiendo sus pensamientos.
-Sí, claro, -contestó con un balbuceo el enano. Aquí hay una roca que nos dará algo de sombra mientras tanto.
Avergonzado, Toringa se sentó al lado de Solángel y, contra su costumbre, se quedó en silencio.
El soplo ignoraba que toda la selva agonizaba, que cada ser viviente estaba condenado a morir pronto, que los árboles habían dejado de dar frutos, que los ríos se habían secado, que las sementeras se encontraban vacías.
Nada era como antes.

domingo, abril 09, 2006

MICORIA

Al despuntar el día el Río de la Fertilidad llevó a sus amigos hasta las proximidades de Yagumani. Un olor fétido les anunció la presencia de la Fuente Amarilla, la misma que luego divisaron retorciéndose al pie de la montaña del mal.

Todavía demoraron dos días en acercarse, pero al fin llegaron junto a las viscosas aguas. Yagumani les facilitó la entrada a sus domnios, desviando el cauce la Fuente Amarilla.

El Río de la Fertilidad cruzó primero.

La tierra fría quemó de nuevo sus entrañas y al principio le fue imposible avanzar. Era como si mil manos lo apretaran queriendo destrozarlo. Poco a poco recobró su movilidad y regresó por los demás que le esperaban abajo.

Con lentitud emprendieron el ascenso mientras una leve neblina que había hecho su aparición en la tarde, cubría una gran parte del lugar. Toringa, nervioso, les propuso descansar al pie de un promontorio de piedra.

-Algo extraño está ocurriendo -exclamó Aristo.

-Tengo mucho frío, Solángel, -replicó el enano.

La niña sintió la presencia del mal, sabía que estaba allí, encima de la neblina y que pronto caería sobre ellos.

-Estamos cruzando el territorio de Micoria.

La advertencia del Río de la Fertilidad los sobrecogió a todos.

-Pronto, pronto, debemos escapar de aquí. No quisiera terminar exprimido por ella -reclamó Toringa meintras trataba de arrastrar a la niña, pero ésta lo retuvo con fuerza.

-No hay tiempo. Ella sabe que estamos aquí.

-Pero Solángel -suplicó el aterrorizado ser.

-Es inútil, aunque quisiéramos huir no podríamos hacerlo, -replicó Aristo, mientras su pico resplandeciente pugnaba por atravesar la cortina blancuzca que descendía sobre ellos.

El tucán tenía razón. La neblina pronto se convirtió en una sustancia pegajosa que se adhirió a sus cuerpos, dificultando sus movimientos.

El enano comenzó a temblar como una hoja al viento y Solángel trató de calmarlo. Sabía que cualquier imprudencia podría costarles la vida.

-Debemos quedarnos quietos -les advirtió el Río de la Fertilidad, y diciendo esto abrazó a sus amigos, inmovilizándolos por completo.

Varios minutos transcurrieron en silencio hasta que un silbido penetrante rasgó la tranquilidad del lugar. Luego, un inmenso cuerpo, tan grande como un roble, ocultó el cielo y con agilidad avanzó hacia ellos.

Solángel agachó la cabeza y esperó a Micoria, la que en el alba de los tiempos había sido la más hermosa tejedora del universo. Su ambición la enfrentó a los dioses cuando trató de rasgar la envoltura del cielo para apoderarse de todo lo viviente. Por ello fue arrojada a la tierra, convertida en un mostruoso ser.

Micoria se detuvo por un momento. ¿Dónde estaba su presa? Desconcertada dio varias vueltas en espera de un movimiento que la delatara, pero la quietud fue la respuesta.

Sus torpes ojos sólo veían un bulto informe, carente de vida, y esto no era lo que buscaba. Quería sangre fresca y el objeto que estaba frente a ella parecía muerto. Ni siquiera su baba, que por instantes cubría aquella cosa, lograba arrancarle una muestra de vida.

Todavía esperó un poco más, pero nada sucedió. Al fin, colmada su paciencia, se marchó con su telaraña de neblinas.

Sentía la proximidad de la aurora y el recuerdo de la maldición que podía destruirla, la hizo apresurar su marcha hacia los confines de Yagumani, mientras las palabras de Quelima resonaban en su memoria:

En la noche habitarás
con la neblina cazarás
pero recuerda que a la luz
nunca enfrentarás
No pasó mucho tiempo antes de que unos pálidos reflejos de sol invadieran el rincón en donde se habían refugiado los amigos, devolviéndoles la vida a sus ateridos miembros.

viernes, marzo 10, 2006

LA ROCA SAGRADA

Después del ritual, el grupo se dirigió hacia el sitio donde la madre de los dioses recibiría a la niña. El Venerable le había anunciado el encuentro.

Un Cayeté la estaba esperando al comienzo de la jornada que duraría tres días. De su mano comenzó el ascenso, al principio por una suave pendiente y, luego, a través de unas escalinatas talladas en la roca.

El ambiente era cálido y refrescante. Amarillas y rosadas, las madreselvas enmarcaban el sendero hacia el santuario de Quelima. Su intenso aroma alegró el alma de Solángel y desterró sus preocupaciones.

El Cayeté Mayor la recibió en la cima y con él se postró permaneciendo con la frente tocando el suelo del ara, mientras el fóculo ardía en espera de la madre de los dioses.

Finalizaba la tarde del tercer día y en el horizonte la Tercera Señora, dueña de la noche, se preparaba para robarle los colores al mundo. Pronto llegaría el Padre Sol a su morada de fuego, seguido de las tejedoras del universo que dejaban tras de sí el manto naranja de la tarde.

Una luz intensa precedió la llegada de Quelima. Solángel sintió su presencia pero permaneció postrada hasta que la diosa la tomó de la mano.

Entraron a un salón alumbrado tenuemente por antorchas, en busca de los cristales del destino. Estaban dispuestos de tal forma que cada uno se reflejaba en los demás y todos a la vez proyectaban su luz hacia el centro, formando un espejo de múltiples caras.

- -Míralos, -ordenó Quelima.

Solángel obedeció, pero de inmediato retiró la vista. El miedo la sobrecogió y llorando quiso huir de allí.

- -No temas, tus ojos estuvieron en el Corazón de la luz. Estás preparada.

Quelima la retuvo con firmeza y la obligó nuevamente a mirar.

Temblando, la niña lo intentó una y otra vez hasta que al final pudo sumergirse en ellos y comprender su mensaje.

Allí estaban todas las cosas del mundo. Vio al Añoso, palpó su maldad, supo de su fuerza, de la inmensa fuerza que tenía sumida a la tierra en el dolor y el abandono.

Ante sus ojos pasó la historia de la Segunda Era, sus comienzos difíciles, la ruina que decretó el amo del destino, la muerte de los valientes que lo desafiaron y la terquedad de los sobrevivientes.

Buscó con desesperación a su pueblo y vio a los pocos que quedaban, unos al pie de Mirandé y otros dirigiéndose al Sendero de la Ausencia. Al principio no entendió lo que estaba sucediendo hasta que vio la señal de la muerte en sus ojos.

Recorrió toda la aldea hasta encontrar a Zesmil. Los cristales del destino se lo mostraron caminando torpemente hacia la maloka. Parecía otro. Había envejecido muchos años, hasta el punto de convertirse casi en un despojo. Sin embargo, en sus ojos casi ciegos, permanecía el brillo de la esperanza.

Quiso decirle que estaba allí, con él, que no todo estaba perdido, que pronto cruzaría la Fuente Amarilla y se adentraría en las entrañas de Yagumani, que los dioses estaban con ella, que mantuviera viva la esperanza, que...

Solángel apretó la mano de la diosa y de nuevo volvió a llorar.

- -Ellos dependen de tí, -le dijo la diosa, mientras introducía las manos en los cristales y sacaba dentro del haz de luz la Estrella de la Vida.

El momento había llegado y los dioses, congregados en el cielo, contemplaron la escena. Por fin Solángel tenía en sus manos el Gran Amuleto, destinado al mejor de los seres humanos y con el cual se harían dueños de su destino, amuleto que jamás pudo ser entregado por la intervención del Añoso.

- -Aférrate a ella cuando las fuerzas te abandonen -le dijo Quelima mientras depositaba la hermosa estrella en sus manos.

La gran prueba estaba por llegar, pero Solángel tenía con ella el talismán que les daba derecho a reclamar su libertad.